Una reciente investigación periodística del diario El Mundo de España volvió a corroborar un problema que afecta a miles de niñas y adolescentes en Perú. La explotación sexual de mujeres que, con engaños y amenazas, son llevadas hasta los más grandes centros de minería ilegal es una realidad que aún convive con la impunidad.
En el 2010, existían cerca de 1200 menores de edad empleadas en 100 prostíbulos solo en el centro poblado Delta 1 en Madre de Dios. La ONG Asociación Huarayo estima que en cada burdel se explota sexualmente cerca de 20 trabajadoras sexuales y que el 60% de estas serían niñas y adolescentes.
Según la investigación conjunta entre El País y la Asociación Huarayo, existen dos categorías de prostibares, según la etnia de las jóvenes. Las niñas y jóvenes provenientes de la sierra son denominadas «ojotitas», por el calzado característico de sus lugares de origen, mientras que las niñas y adolescentes selváticas o costeñas son apodadas «cocoteras» o «chicas» y sus servicios son más costosos.
De acuerdo a cifras del Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, más de 2250 niñas habían sido víctimas de explotación sexual hasta el año pasado. La mayor parte de las niñas andinas cuentan que fueron llevadas a Madre de Dios con engaños de un trabajo seguro en la selva y escondidas en camiones cisterna para que pasaran los controles policiales.
Un reportaje de Ojo Público dio cuenta de los tentáculos de esta red de explotación. En Ccatca, Cusco, un campesino contó cómo desapareció su hija en cuestión de minutos. Luego de que llegaran a la feria del pueblo, la hija del agricultor fue a comprar a una tienda. En el camino una mujer la interceptó y la llevó con engaños a una vivienda lejana. Adentro había otra menor de edad en una esquina. Estuvieron encerradas varias horas sin comer. Salieron de madrugada y al día siguiente ya estaban en Madre de Dios.
A pesar de que la legislación es clara, nadie pide documentos de viaje a las adolescentes en las carreteras. Cuando llegan a los campamentos, las chicas que se niegan a prostituirse son obligadas a pagar los gastos de transporte, alojamiento, comida y ropa. Los tratantes las endeudan para así «engancharlas» a un círculo vicioso de trabajos sexuales forzados, sin posibilidad de tener contacto con sus familiares.
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